Podría ser que el alcance de nuestra capacidad para comprender la inmensidad, estuviera tan cerca que comenzáramos a poder entender esa combinación imposible entre aquello que percibimos y lo que suscita en cada cual. Ese trayecto es el que configura nuestra salida del letargo y se afana en considerar el modo preciso de sustanciar el pensamiento en materia y la materia de nuevo en pensamiento. Javier Torices piensa en pintura. Sus afanes, tienen imagen pintada y sus sensaciones la palabra inexistente sólo posible en el trazo y una especie de jaculatoria de color, materia y estudio del gesto armonizado en la superficie del lienzo para ser más de lo que es.
Habrá quien piense que la obra de Javier Torices, tan temprana siendo sólida en los más destacados lugares donde la pintura es ponderada desde el fondo y la forma, es obra de pintor consumado que busca arañar un peldaño más a esa escalada que hace de la representación un reto continuo. Un lugar al que han llegado pocos, muy pocos, por su rigor y acercamiento a una realidad tan vívida que la realidad misma enmudece. Habrá quien piense esto y hará bien, pues no rondará el desatino sino que se hallará más cerca de alcanzar, en parte, las intenciones que ronda Javier Torices.
Y es que en su pintura hay un “algo” que trasciende. Una palabra inexistente que nada tiene que ver con lo que podamos haber visto. Una realidad que no es realidad atrapada ni cogida, simulada o usada. Su pintura está creada de conocimiento; del saber de pintor que ha bebido de las fuentes, a partes iguales, de su ahora y su sentir por un lado y las comisuras del gesto en pinceles apoyando mezclas sobre la paleta que terminan de conjugarse en efectos visuales sobre el lienzo, por otro. Porque Torices estimula la mirada, la hace trabajar y se compromete desde ese ejercicio con los ritmos del hacer creativo sin caer en estereotipos de engañosa factura. El artista se somete en cada obra a una ceremonia que, tantas veces repetida, nunca es la misma. Torices no se deja a sí mismo pintar con el pensamiento puesto en otro lugar que aquello que pinta y la necesidad estética para que ello sea posible. Estética que renueva y celebra en cada encuentro con el dibujo y los colores, con el volumen incierto –en este caso del agua- y la densidad inabarcable de su fluidez. Una fluidez por momentos opaca, profunda, oscura o etérea que parece traer el artista en sus manos y que, en verdad, es pintura traída desde los adentros de la obra hasta esa superficie magnética produciendo un vértigo sosegado.
Pero volviendo a los pensamientos más inmediatos que pudieran suscitar estas obras que ahora presenta Javier Torices, habremos de matizar que no son pinturas de pintor consumado que busca la realidad de encuentros casi posados. No. No es sólo eso. Javier ha aprendido a nombrar la realidad desde sus pinceles con el acierto de una voz propia, inconfundible. Y lo hace sin tibieza ni blandura. En estas obras de mar y agua, de rocas escurridizas veladas por la luz de humedad perpetua, de ronca hondura o transparencias de agua limpia, Torices traza en ellas, no el retrato fortuito de su encuentro, sino las formas que de la mar son él mismo mientras observa y piensa. Para Javier, en su pintura, la mar es poderosa y amante, el mar compañero y poseedor de mareas que dibuja y brama de sosiego y tempestad. Él lo sabe así y conoce que la pintura jamás será contada ni cantada, que cada composición es un ahora, que la caligrafía de cada pincelada es un acorde encadenado a la composición, al modo en cómo el artista dice y nombra lo que se explica a sí mismo y manifiesta al abrazo de sus razones. Porque las suyas son razones caviladas, razones sobre la mar profunda y suelos fluidos de plata, de cielos hechos de cielo, agua de agua conversando en color y pintura conversada, midiendo distancias; dejándose contar por el mar, reteniendo quieta el agua agitada siendo testigos sus ojos y su cuerpo, su cuerpo siendo la mar desde el cielo, la tierra o el silencio de su adentro con sonido extraño y luz flotando ingrávida que Javier pinta como si la superficie de su trasluz poderoso fuera aquello.
Ahora más que nunca, la de Torices, no es una óptica novelada, ni como si fuera aparecida, sino contemporánea; que la mar es la misma desde la noche de los tiempos y en pintura tan sólo cambia su pátina. Javier Torices pinta el mar y el agua y sus fronteras como aquel que conoce el principio que la realidad atesora revelado en el pensamiento que ubica, por momentos, en el lugar de lo incomprensible, de la realidad más intensa que, tan a mano, sobrecoge.
De esta manera, ante tal aspecto, habríamos de tener en cuenta dos rangos de distinción en el momento de saber por qué la pintura de Javier Torices atrapa y para siempre ejerce una singular atracción sobre el espectador de un modo tan sereno e intenso al mismo tiempo. Un lugar en el tiempo donde juega nuestro sentido del tacto con lo presente y ese principio atávico que la mar siempre propicia en las sensaciones más profundas de cada uno. Dos rangos en paralelo que tiene su punto de convergencia en la persona. En el artista que es Javier Torices, dotándose a sí mismo de principios y estructuras de intervención sobre las que actúa el intelecto. De ahí que podamos hablar de razones, de pensamientos macerados largo tiempo que el pintor articula en cada lienzo advirtiéndose físicos, tangibles e inexplicables pero dimensionados en los asuntos –en el asunto- que aborda como un David contra Goliat. Es la suya una lucha. Una lucha donde el contario no es otra cosa que lo admirado, lo amado y el detonante que hace de la reflexión la palabra inexistente.
Sí, Javier admira, ama la mar y en ella vertebra metáforas, personificaciones y emociones en estado puro como quien conoce la voz de lo sentido, que el artista pronuncia una y otra vez sonando distinto siendo lo mismo, nunca repetido. De ahí que Javier luche por hacerse a la mar, para ser la mar y en ello se nos brinda como Cicerón advirtiendo cada forma, cada luz, cada quiebro del reflejo y el trasluz, cada sonido de un agua y un mar que no podría haberse hecho a sí mismo, si no fuera porque Javier Torices nos lo trajera desde sus manos trascendiendo.
Juan Antonio Tinte
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid